Sant Jordi: autopsia

Diada de Sant Jordi: espectáculo turístico-cultural o donde la mediocridad literaria se celebra como virtud democrática.

Sant Jordi: autopsia

Sant Jordi: autopsia

Por El cínico ilustrado

Huyo de la diada de Sant Jordi como Dante huía del Infierno, con la misma determinación, el mismo horror; lo que en mi adolescencia constituía un ritual casi sagrado —deambular entre puestos, acariciar lomos, oler páginas, leer contraportadas, anticipar el placer que me provocaría aquella o aquella otra lectura— se ha convertido en un espectáculo que me provoca urticaria intelectual. Pero el destino, esa entidad sádica que disfruta preparando emboscadas, decidió el pasado miércoles jugarme una de sus bromas crueles.

Transitaba por las entrañas del metro, regresando al refugio de mi hogar, cuando una cinta de plástico y una autoridad anónima, me anunciaron, con indiferencia criminal, que el transbordo de Paseo de Gracia entre la línea amarilla y la verde permanecía cerrado. De modo que me vi arrojado a la calle y sentí el frío sudor de la fatalidad recorriéndome la espalda. Lo voy a repetir de otra manera: No había escapatoria, tendría que emerger a la superficie y atravesar tres travesías a pie por un Paseo de Gracia infectado de la peor plaga contemporánea: turistas y autóctonos confundidos en una masa uniforme de ignorancia festiva.

Al salir a la calle, el espectáculo superó mis peores presagios. ¿Es posible concentrar tanta necedad por metro cuadrado sin que se produzca una implosión gravitatoria? La Casa Batlló —esa joya del modernismo que la incompetencia municipal prostituyó en su día convirtiéndola en burdel barato que ofrecer al turista incauto— aparecía grotescamente maquillada con una especie de erupción escarlata que pretendía simular flores. Y ante ella, como en un ritual pagano, una legión de borregos digitales alzaba sus móviles al unísono, capturando no ya la belleza del edificio, sino la prueba forense de su presencia en el lugar del crimen cultural.

Avancé entre codazos y empujones -reconozco que era yo quien daba empujones y repartía codazos-, observando con horror, fascinado, y preguntándome como siendo tan imbéciles hemos conseguido llegar a ser tantos. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que estas personas ignoren que el calendario contiene otros 364 días perfectamente hábiles para la adquisición de libros? Pero no, prefieren congregarse en esta fecha señalada como si fuera el único día en que las librerías abren sus puertas, como si los libros, cual flores del mal, brotaran únicamente en esta jornada primaveral para marchitarse al anochecer.

Sin querer mirar miro y lo que contemplo en los puestos supera cualquier parodia: individuos de léxico famélico y sintaxis quebradiza ejercen de "escritores" y firman ejemplares con la misma impostada solemnidad con la que un chimpancé vestiría un esmoquin. A su alrededor, una corte de aduladores -muchos de los cuales son familiares obligados por la sangre a semejante pantomima- agitan sus ejemplares como si portaran las tablas de Moisés.

He aquí la perversión fundamental de nuestro tiempo, me digo: la inversión absoluta de los valores literarios. Lo que antaño exigía talento, disciplina y una relación sagrada con la lengua, con el idioma, hoy se ha convertido en un espectáculo circense donde cualquier impostor con una autoedición bajo el brazo se proclama heredero de Cervantes. Ésta es una perversión en su sentido más etimológico: una desviación radical del camino correcto, una corrupción de lo que debería ser noble y elevado.

¿Es ésto la cultura, me pregunto, este carnaval de vanidades encuadernadas donde cualquier manual de autoayuda escrito con plantilla de PowerPoint, cualquier poemario abortado en una madrugada de borrachera, o cualquier novelucha plagiada de series televisivas merece un espacio, ésto es? La literatura ha sucumbido a la más perversa democratización: no aquella que acerca los buenos libros a todos, sino la que convierte cualquier amasijo de palabras en "obra" y a cualquier analfabeto funcional en "autor".

Lo verdaderamente perverso no es solo la mediocridad celebrada, sino la sistemática destrucción de los criterios mismos que nos permitirían distinguir el oro del oropel. En este aquelarre cultural, donde todos escriben y nadie lee, donde todos publican y nadie se ejercita en el arte de escribir, se ha consumado la más siniestra de las perversiones: la muerte del criterio. Ya no hay bueno ni malo, alto ni bajo; solo existe el volumen, el ruido, la presencia física en este mercadillo de vanidades donde el libro ha pasado de ser vehículo de ideas a ser mero tótem, objeto, fetiche que certifica la existencia intelectual de quien lo firma.

Mientras observo este circo, me viene el recuerdo figurado de Diógenes en su tonel, y me digo que, ni aun cambiando su lámpara por un reflector industrial, ni aun así, encontraría entre esta feria de impostores a un solo escritor que justificara la tala de un solo árbol.

No quise —más al contrarío, intentaba alejarme, volver al subsuelo— acercarme a ningún puesto; no tenía la menor intención de acercarme al tsunami de mediocridad encuadernada que inundaba las mesas; no quería, pero, aun sin quererlo, capté de reojo el título de un libro que, curiosamente, resumía perfectamente toda la farsa: "Mis versos al viento". ¡Qué involuntaria confesión! ¡Qué admirable sinceridad! Porque, efectivamente, ¿qué otro destino merecen tantos cientos de miles de frases pestilentes sino la de ser arrastradas por las corrientes de aire hasta disolverse en la nada?

Cuando ya llegaba a boca de metro de Diagonal, comenzando a serntir cierto alivio, me acordé de mi amigo Bredlow quien por alguna razón me traía siempre a las mientes a nuestro mutuamente admirado Nietzche y pensé en la transvaloración de los valores. Efectivamente, lo que comenzó como un genuino acercamiento del libro al ciudadano se ha convertido en un aquelarre donde el contenido es lo de menos y la forma —el espectáculo, el selfie, la firma, la rosa— lo es todo.