De los dos trajes de Spinoza a mis Hoka de última generación: Crónica de un consumidor arrepentido

Una reflexión sobre la transformación del ciudadano en consumidor, desde la filosofía de la permanencia hasta la tiranía de la obsolescencia programada.

De los dos trajes de Spinoza a mis Hoka de última generación: Crónica de un consumidor arrepentido

De los dos trajes de Spinoza a mis Hoka de última generación: Crónica de un consumidor arrepentido

Por El cínico ilustrado

Hace unos días, mientras contemplaba mi pie izquierdo lesionado por culpa de un prodigio de la ingeniería deportiva que me había prometido convertir el asfalto en una nube, recordé un detalle que siempre me ha fascinado del testamento de Spinoza: entre sus pocas posesiones, además de su Ética —que consiguió escamotear a los agentes del Vaticano que pretendían destruirla, pero esa es otra historia—, el gran filósofo legó exactamente dos trajes. Dos. No más, no menos..

La conexión entre ambas escenas se me antoja interesante y justifica esta digresión. En el siglo XVII, cada objeto tenía un peso específico, un lugar en el mundo, una durabilidad meditada. Los dos trajes de Spinoza no eran simplemente prendas: eran inversiones que habían acompañado al filósofo durante décadas. Mis Hoka —superamortiguadas, responsables de mi lesión—, en cambio, participan de esa lógica contemporánea donde la innovación perpetua justifica la compra compulsiva, donde cada temporada deportiva exige su correspondiente actualización tecnológica.

El cambio resulta fascinante. En el siglo XVII de Spinoza, un traje constituía una posesión preciada, un objeto con el que se establecía una relación casi personal, que trascendía la mera funcionalidad para convertirse en compañero de vida. No se "cosificaba" —si se me permite el barbarismo sociológico— ya que tenía un valor que iba más allá de lo meramente económico: era memoria textil, identidad hilvanada, continuidad material en un mundo donde la permanencia era el lujo supremo; cada remiendo contaba una historia, cada desgaste certificaba una experiencia vivida. La relación con los objetos era, por fuerza, contemplativa, casi sacra. Hoy, por contra, vivimos en la época de la obsolescencia programada, ese invento que los modistos del siglo XIX perfeccionaron mucho antes que la industria automovilística soñara siquiera con cambios cuatrienales de modelo.

Los modistos fueron los primeros influencers de la historia. Charles Frederick Worth, allá por 1860, no solo creaba vestidos: creaba deseo, ansiedad, la sensación de que lo que llevabas puesto ayer ya no servía hoy. Inventó la moda estacional con la precisión de un relojero suizo y la crueldad de un Maquiavelo textil. Si Spinoza necesitó dos trajes para toda una vida, Worth necesitaba que necesitáramos dos trajes, como poco, por temporada.

La revolución industrial, como bien sabemos los catalanes —herederos de esa Manchester española que convirtió a Barcelona en el epicentro textil del país—, no solo transformó la producción: redefinió nuestra esencia antropológica. Pasamos de ser ciudadanos, ese breve y hermoso experimento posterior a la Revolución Francesa, a convertirnos en consumidores programados. La fábrica necesitaba vender; nosotros debíamos, por tanto, comprar.

Esa transformación necesitaba una justificación intelectual, una coartada moral que hiciera digerible el nuevo papel que se nos había asignado.

Surge entonces la sofisticación de las narrativas de consumo, que han evolucionado hasta convertirse en verdaderas obras de ingeniería psicológica. Ya no se trata solo de la moda textil. Los vinos nos venden terruño y tradición milenaria para justificar que paguemos cincuenta euros por una botella que objetivamente difiere poco o nada de otra de quince. La tecnología nos amenaza con el ostracismo digital si no actualizamos nuestros dispositivos con la frecuencia de un trastorno obsesivo-compulsivo. El running, ese deporte aparentemente inocente, nos promete la redención biomecánica a través de la amortiguación infinita.

He caído en la trampa como un colegial. Aunque lo cierto es que me habría sido difícil no hacerlo, pues todas las marcas, en un ejercicio de mimetismo industrial que habría hecho las delicias de Darwin, se han lanzado a fabricar lo mismo: zapatillas que convierten cada paso en un salto sobre un colchón de aire. Los influencers deportivos, legión de profetas del asfalto, predican el evangelio de la amortiguación con la unanimidad sospechosa de un congreso de la época de Breznev (quizá no habría sido necesario remontarse tanto).

El resultado, por supuesto, ha sido la lesión. Resulta que el pie humano, ese prodigio de la evolución que nos ha acompañado desde las sabanas africanas, no necesariamente mejora cuando lo aislamos del mundo mediante capas de espuma tecnológica. Sin embargo, ese conocimiento, esa intuición, que respalda décadas de investigación biomecánica, queda enterrada bajo el ruido del marketing como lo haría un manuscrito medieval en una biblioteca que ha empezado a arder.

No tanto la lesión me duele, cuanto la constatación de que soy igual de vulnerable a las sirenas del consumo como cualquier burgués del siglo XIX deslumbrado por el último figurín parisino. La verdadera perversión de nuestro tiempo no es que nos vendan productos defectuosos, sino que nos vendan la ansiedad de no estar a la última.

Pero más allá de mis metatarsos inflamados y doloridos, lo que me inquieta es la democracia del engaño. Spinoza, con sus dos trajes, vivía en un mundo donde la escasez imponía la reflexión. Nosotros vivimos en un mundo donde la abundancia impone el vértigo. Cada sector ha perfeccionado su propia versión de la manipulación: los vinos explotan el esnobismo cultural; la tecnología, el miedo a la obsolescencia; la moda, la inseguridad estética, el deporte, la promesa del rendimiento infinito.

La verdadera rebeldía contemporánea no consiste en quemar sujetadores o tomar la Bastilla, sino en algo mucho más subversivo: decir "esto me funciona, no necesito lo último". Es la resistencia del que se niega a ser redefinido por el departamento de marketing.

No voy a tirar mis Hoka a la basura. Sería un desperdicio añadido a la estupidez original de haberlas comprado. Las usaré para meterme en el río este verano, mientras busco unas zapatillas que no pretendan reinventar la rueda —o el pie— sino simplemente acompañar mis pasos, mis zancadas sin la arrogancia de mejorar lo que la naturaleza tardó millones de años en perfeccionar.

Cada vez que me las ponga, recordaré a Spinoza y sus dos trajes. A veces, en este mundo de narrativas infinitas y productos finitos, la sabiduría consiste simplemente en saber cuándo tenemos suficiente.