Los peripatos modernos: Una reflexión pedestre sobre la movilidad urbana

Una reflexión crítica sobre la movilidad urbana barcelonesa, los carriles bici como teatro municipal y la resistencia ciudadana al cambio urbano verdaderamente transformador.

Los peripatos modernos: Una reflexión pedestre sobre la movilidad urbana

Los peripatos modernos: Una reflexión pedestre sobre la movilidad urbana

Por el cínico ilustrado

Aristóteles impartía sus lecciones caminando por los jardines del Liceo, convencido de que el movimiento corporal estimulaba la agilidad mental, y habría contemplado con deliciosa ironía nuestra época, donde el mero acto de caminar se ha convertido en una declaración filosófica casi subversiva, mientras que trazar líneas de pintura sobre asfalto pasa por alta ingeniería urbanística.

Vivo en Horta y trabajo en el Poble Nou, en una empresa tecnológica que no pone objeciones a si uno llega sudoroso o inmaculado. Esto viene a cuento porque suelo desplazarme a pie —y ocasionalmente corriendo— sin que siempre medie una ducha entre la llegada y el puesto de trabajo. Anecdótico, si se quiere, pero revelador de algo más profundo que la mera excentricidad personal.

En Barcelona, esa ciudad de dimensiones casi domésticas —siete kilómetros de norte a sur, poco más de este a oeste—, la mayoría de los mortales ha interiorizado que moverse por la "gran urbe" requiere necesariamente transporte público o privado. Consideremos esta modesta paradoja: en autobús invierto 55 minutos, caminando a paso ligero unos 70, y corriendo apenas 45. ¿No resulta cuando menos curioso que el método más primitivo y saludable sea también el más eficiente?

Ahora bien, no vengo a predicar las virtudes aristotélicas del paseo, sino a reflexionar sobre esa gran panacea municipal contemporánea: el carril bici. Esa solución de diseño urbano que los ayuntamientos —progresistas y conservadores por igual— han abrazado con el entusiasmo de quien cree haber descubierto la piedra filosofal de la movilidad sostenible.

Esta mañana he presenciado el inevitable desenlace de tan ingenioso planteamiento: una ciclista, circulando diligentemente por su carril debidamente demarcado con líneas blancas —¡qué maravilla de la tecnología!—, ha sido arrollada por una motocicleta que decidió ignorar tan sutil barrera arquitectónica. La delgada pintura sobre asfalto, como era de esperar, no ejerció función alguna de parapeto. La víctima pudo incorporarse por su propio pie tras unos minutos de conmoción, pero aquello que había pensado más de una vez acababa de hacerse tangible ante mis propios ojos: he ahí la movilidad sostenible en todo su esplendor.

Resulta que nuestros políticos municipales —esas cabezas pensantes a las que suponemos cierta capacidad, porque a veces uno vive mejor en el autoengaño— han logrado la cuadratura del círculo: fingir que apuestan por medios de transporte sostenibles mientras se limitan al patético recurso de encajonar imposibles "carriles bici" junto al tráfico pesado, habilitando cruces que son trampas mortales para ciclistas y peatones por igual. Es el teatro urbano en su máxima expresión: mucho ruido, muchas ruedas de prensa, mucha pintura, y los ciclistas igual de expuestos.

Bien, si verdaderamente ejercitáramos un poquitín de coherencia —concepto aparentemente extinguido en las concejalías—, veríamos que Barcelona ofrece una solución tan elemental que produce rubor por su obviedad. Imaginen por un momento este plan revolucionario: tracen con rotulador rojo las calles pares de la retícula urbana y con verde las impares —tanto verticales como horizontales—. Las verdes, exclusivamente para peatones y ciclistas; las rojas, para el tráfico motorizado. ¡Qué genialidad! Al principio habría cierto desconcierto y descontento, pero la humanidad se acostumbra a todo —incluso a la sensatez, cuando se la imponen a rotulador.

Naturalmente, semejante propuesta es de una sencillez tan apabullante que jamás prosperaría. No tanto por la resistencia de nuestros ediles —aunque estos ya han demostrado su maestría en el arte de convertir cada reforma urbana en un laberinto burocrático—, cuanto por esa capacidad prodigiosa que tenemos los mortales para encontrar argumentos irrefutables contra cualquier cambio que desafíe la sacrosanta ley de la inercia. Las supermanzanas barcelonesas, esa tímida aproximación a lo que aquí propongo, nos han regalado una lección magistral al respecto.

Los mismos vecinos que se quejaban amargamente del ruido, la contaminación y la falta de espacios verdes, esgrimieron con vehemencia sus argumentos contra las supermanzanas cuando éstas llegaron a sus calles. "¿Y dónde aparco?", "¿Cómo van a llegar los clientes a mi comercio?", "¿Qué pasa con las ambulancias?" —razones todas ellas perfectamente lógicas, incuestionablemente racionales, y que ocultan con elegancia la verdadera objeción: el terror ancestral, como diría aquél, a que alguien mueva el queso de sitio.

Porque resulta que preferimos el mal conocido —esos atascos que nos permiten quejarnos con conocimiento de causa, esa contaminación que justifica nuestro mal humor matutino— antes que emprender el agotador ejercicio intelectual de imaginar cómo podrían ser las cosas de otro modo. Tenemos una instantánea de la realidad y nos aferramos a ella con desesperación, no vaya a ser que el mero acto de cuestionar lo existente nos obligue a un esfuerzo crítico de imaginación que deje exhaustas a nuestras neuronas acomodaticias. Contradicción reveladora: protestamos contra los problemas con la misma energía con que rechazamos las soluciones, y luego nos preguntamos por qué las cosas son como son.

En fin, más allá de boutades con rotuladores, la cuestión de fondo permanece inalterada: mientras sigamos confundiendo cosmética urbana con política de movilidad, los ciclistas barceloneses seguirán confiando su integridad física a la benevolencia de motociclistas y la eficacia protectora de la pintura blanca. Y nosotros, los peatones recalcitrantes, seguiremos contemplando el espectáculo con la melancolía de quien sabe que Aristóteles tenía razón: a veces las mejores ideas surgen simplemente poniéndose en marcha, pero con algo más que un simple bote de pintura.