Luz de luna y otras herejías

Una reflexión sobre la construcción subjetiva de nuestras certezas, desde las disputas infantiles sobre astronomía hasta la humildad epistemológica como antídoto contra el dogmatismo.

Luz de luna y otras herejías

Luz de luna y otras herejías

Por El cínico ilustrado

Debía de tener yo once, doce o trece años a lo sumo cuando me convertí, sin saberlo, en hereje de la física elemental. Estaba con mis primos en la puerta de la casa de mi abuela, en Teruel, cenando a la fresca —era verano— seguramente un espectacular bocadillo de tortilla de patatas, o de morcilla, o de chistorra, que era lo habitual. Teníamos sobre nuestras cabezas una increíble luna llena, especialmente contrastada en un cielo perfectamente negro.

No sé cómo derivó la conversación, pero empezamos a hablar —a discutir pronto— sobre el origen de la luz. Yo mantuve que la luz de la luna era en realidad luz solar reflejada en su superficie; mis primos que cómo iba a ser eso, si la luna no era una superficie especular —en realidad estoy ahora imaginando sus argumentos, pues no recuerdo punto por punto la discusión—, ni se veía rastro de luz dirigiéndose a ella, ni rastro tampoco de sol. Cada uno se mantuvo firme en su particular interpretación del mundo.

Mis primos no eran menos felices que yo ese verano, ni sus bocadillos eran menos sabrosos que los míos, ni se reían menos que yo de los chistes que contaba nuestro primo mayor, Jesús. No obstante, nuestra felicidad se alimentaba de certezas distintas. Y he aquí el peligro: ninguna narrativa es inocua cuando se convierte en trinchera. Lo que aquella noche descubrí sin saberlo es que nuestras certezas más triviales —el origen de la luz lunar, la indiscutible superioridad del jamón ibérico sobre el chorizo, la existencia de Dios— comparten una arquitectura común: son construcciones que nos permiten navegar la realidad sin naufragar en la perplejidad, pero que pueden convertirse en fortalezas inexpugnables desde las cuales disparar contra cualquier verdad que nos resulte incómoda.

El mismo mecanismo cognitivo que nos llevó a aquella discusión infantil —el sesgo de confirmación, la necesidad tribal de tener razón, la incapacidad de concebir que tal vez estuviéramos equivocados— opera con idéntica lógica en el adulto que ve conspiraciones en cada noticia, en el político que recita su catecismo sin escuchar al adversario, en el hincha que considera traición cualquier crítica a su equipo. Si bien mi disputa lunar carecía de consecuencias trascendentales —más allá del orgullo herido de unos críos—, hay relatos que envenenan la percepción hasta convertir la realidad en algo amenazante y peligroso.

Aaron Beck lo estudió magistralmente: cómo los esquemas cognitivos distorsionados pueden convertir el mundo en un lugar hostil donde cada sombra esconde una amenaza. Un psicótico puede sufrir enormemente si alguien le mira tras unas gafas de sol, pues su narrativa particular ha transformado ese gesto trivial en una conspiración dirigida contra él. Laing fue más allá al proponer que la locura no es sino una respuesta comprensible a un mundo incomprensible, una narrativa alternativa que, aunque disfuncional, posee su propia lógica interna...

Como diría Foucault, aquella discusión bajo la luna no era sobre física, sino sobre quién detentaba el derecho a definir la realidad.

La diferencia entre mi ingenua herejía astronómica y la paranoia clínica no es de naturaleza sino de grado. En ambos casos, la mente humana procesa información, la filtra según sus esquemas previos y construye una explicación coherente del mundo. Que esa explicación coincida o no con la realidad objetiva —porque sí, la luna es reflector de luz solar, aunque mis primos lo negaran— resulta, en cierto modo, secundario. Lo primordial es que funcione como mapa navegable de la experiencia. Aunque mi mapa estuviera equivocado, me permitió navegar; el problema surge cuando confundimos el mapa con el territorio.

Y la cuestión aquí es cómo se construyen esos mapas. Las narrativas no emergen de la nada: son productos de una compleja maquinaria social que comienza en la cuna y no termina hasta el ataúd. Mi abuela, con sus cuentos de aparecidos y santos milagreros, esculpía ya nuestras cosmogonías particulares. La escuela, con sus manuales de instrucciones oficiales, refinaba el proceso. Los amigos, los libros, los algoritmos que hoy filtran nuestras noticias, los tertulianos que gritan en televisión —cada uno añade su grano de arena a la construcción de nuestros respectivos universos semánticos.

Y estos universos son, por definición, irreconciliables. Los niños acaban peleando en el patio. Yo probablemente pensé de mis primos que eran unos gilipollas —los quiero un montón— y ellos probablemente lo mismo de mí. Los adultos discuten acaloradamente sin moverse un ápice de donde están, como esos parlamentarios que cada jueves se levantan en el Congreso para recitar de memoria sus respectivos catecismos, convencidos de que su bando posee la revelación definitiva mientras el contrario encarna el mal absoluto.

Cada uno con su discurso aprendido, cada uno sordo a cualquier matiz que no encaje en su particular liturgia. El resultado es predecible: no hay espacio para la puesta en común, sino para la pelea tribal, el insulto, la descalificación mutua. Como si fueran escolares disputando sobre la luz de la luna, incapaces de concebir que tal vez —solo tal vez— la realidad sea más compleja que sus respectivos manuales de instrucciones.

Yo soy moderadamente aficionado al fútbol. Mi afición empezó a trabajarse por una cuestión sentimental. Cuando era niño, Cruyff fue un ícono, y cuando volvió al Barcelona como entrenador, empecé a mirar partidos y a seguir el fútbol. El Barcelona era mi equipo. Sin embargo, cuando se fue Cruyff, el enganche perdió fuerza. En un momento dado —como diría el holandés— y no recuerdo por qué, decidí hacer un experimento mental que consistió en intentar convertirme en aficionado del Real Madrid (el gran enemigo, el gran antagonista). Lo conseguí, aunque fue como cambiar de idioma: al principio forzado, luego natural. Mi visión del mundo "futbolístico" cambió radicalmente; mi 'verdad' futbolística se reveló como construcción subjetiva.

Esta pequeña traición personal —que cualquier hincha consideraría equivalente a abjurar de la propia madre— me reveló algo inquietante: que nuestras convicciones más arraigadas son, en realidad, camisetas que podemos cambiarnos según las necesidades del momento.

Del mismo modo que pude transitar del barcelonismo al madridismo, he ido experimentando con distintos paradigmas políticos. Abrazo los principios básicos de la socialdemocracia: el Estado como garante de la educación, la salud, el cuidado de los débiles. Mas ahí está la potencia del pensamiento liberal de Stuart Mill, la férrea lógica hobbesiana del poder absoluto como única barrera contra el caos, el optimismo rousseauniano sobre la bondad natural del hombre.

En ocasiones me sorprendo simpatizando con cada una de estas posturas, como si las convicciones políticas fueran trajes que uno puede probarse ante el espejo del intelecto. No considero que mis veleidades ideológicas sean síntoma de inconsistencia intelectual, sino prueba de que las certezas, como las adhesiones deportivas, son construcciones narrativas que pueden desmontarse y rearmarse según convenga. La misma plasticidad que nos encierra en tribus puede liberarnos: si cambiamos de camiseta, quizá cambiemos de mirada.

Porque, en el fondo, aquella noche turolense me enseñó más sobre la naturaleza humana que cualquier tratado de epistemología. Lo que estaba en juego no era el origen de la luz lunar —dato que cualquier manual de primaria habría resuelto en dos párrafos—, sino algo infinitamente más turbador: la constatación de que habitamos mundos paralelos e incomunicables, construidos no tanto por la realidad cuanto por nuestra capacidad de articularla en palabras.

Mis primos y yo compartíamos el mismo cielo, la misma luna, el mismo bocadillo de morcilla. No obstante, vivíamos en universos semánticos distintos, cada uno tan coherente como el otro, cada uno tan falible como el otro. La diferencia no residía en nuestras respectivas inteligencias —que, huelga decir, eran las mismas—, sino en las narrativas que habíamos heredado, adoptado o, más bien, que nos habían adoptado a nosotros.

Porque las narrativas, como los virus, no requieren de nuestro consentimiento para instalarse en nuestro cerebro. Llegamos al mundo y ya encontramos un catálogo de explicaciones precocinadas, un menú de sentidos semánticos disponibles. El problema surge cuando descubrimos que el menú no es único: hay tantos restaurantes como comensales, y cada uno jura que su cocina es la auténtica.

Wittgenstein lo sabía cuando afirmó que "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". Sapir y Whorf lo intuyeron al proponer que la estructura del lenguaje determina la estructura del pensamiento. Foucault lo demostró al revelar cómo el discurso no describe el poder sino que lo constituye. Y Derrida lo llevó al extremo al sostener que no hay nada fuera del texto, que la realidad misma es un tejido de significantes que se remiten eternamente unos a otros.

La anécdota futbolística que refiero no es, en modo alguno, una frivolidad. Al contrario: constituye la demostración más pura de la maleabilidad de nuestras convicciones. Si pude cambiar de camiseta deportiva con tanta facilidad, ¿qué nos impide sospechar que nuestras certezas más arraigadas son igualmente contingentes? Y si esto vale para el fútbol, ¿por qué no habría de valer para la política, la religión, la estética, la moral?

La respuesta, por supuesto, es que nada nos lo impide. Salvo el terror a la intemperie existencial, esa angustia que nos asalta cuando comprendemos que nuestras verdades más queridas son, en última instancia, ficciones útiles. Preferimos la comodidad del dogma a la incomodidad de la duda, la seguridad del fanatismo a la incertidumbre del pensamiento crítico.

Pero reconocer la contingencia de nuestras narrativas no implica que todas sean igualmente válidas. Hay una diferencia crucial entre validez epistémica y utilidad social. La luna sigue siendo reflector de luz solar, independientemente de nuestras respectivas opiniones. La narrativa que nos da cohesión tribal puede ser reconfortante, pero no por ello verdadera. El desafío no consiste en renunciar a la búsqueda de verdades, sino en aprender a comunicarlas en un mundo poblado de relatos incompatibles.

Tal vez la solución no resida en imponer nuestra narrativa particular, sino en cultivar cierta humildad epistemológica: la capacidad de concebir que nuestro mapa del mundo, por detallado que sea, sigue siendo un mapa. La curiosidad intelectual que me llevó a experimentar con distintos equipos de fútbol y paradigmas políticos podría ser, paradójicamente, el antídoto contra la incomunicación tribal. No para convertir el pensamiento en veleta que gira según sople el viento, sino para desarrollar esa rara virtud que los antiguos llamaban ataraxia: la serenidad de quien ha comprendido que la certeza absoluta es el privilegio de los dioses y la condena de los humanos.

Pero no basta con identificar que nuestras certezas son construcciones subjetivas; hay que practicar algo más difícil que cambiar de opinión: hay que aprender a vivir sin certezas absolutas. Y para eso hay herramientas. Escuchar con atención a quien piensa distinto. Leer autores que contradicen nuestras intuiciones. Preguntarse, con honestidad, qué pasaría si estuviéramos equivocados. Dejar de confundir la coherencia con la rigidez. Abandonar la necesidad de ganar en cada conversación.

Todo eso —la incomodidad del matiz, la disciplina de la duda, la empatía activa— son formas concretas de humildad epistemológica. No es rendirse a un relativismo blando, sino aceptar que nuestras verdades necesitan contrastarse, refinarse y, a veces, dejarse ir. Es cultivar la extraña sabiduría de quien sabe que pensar bien no es tener razón, sino saber perderla sin dejar de buscarla.

En fin, lo que quería decir es que aquella luna turolense sigue brillando en mi memoria, y que su luz —real— sigue susurrándome al oído que la duda no es el enemigo del conocimiento, sino su condición de posibilidad.