El triunfo de la estupidez, o la ignorancia como capital político:
Por El cínico ilustrado
Isaac Asimov —hastiado, sin duda, tras algún encuentro fortuito con algún imbécil provisto de pretensiones— dejó caer, como quien no quiere la cosa, esta perla de sabiduría amarga: «Hay un culto a la ignorancia y siempre lo ha habido. El antiintelectualismo ha sido esa constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que la democracia quiere decir que "mi ignorancia vale tanto como tu saber"».
Esta observación, lejos de marchitarse con los años, se ha revalorizado como los mejores burdeos o las peores profecías: con el tiempo, su acidez se ha tornado exquisita. La democracia contemporánea se ha convertido en una suerte de olimpiada de la necedad, donde los parlamentos funcionan como perfectos zoológicos humanos. En estos recintos de cristal y mármol, el espécimen más cotizado no es ya quien exhibe brillantez intelectual —especie en peligro de extinción—, sino aquel virtuoso capaz de articular la mayor cantidad de lugares comunes sin que le estalle la cabeza en el proceso.
Contemplamos, pues, con esa mezcla de desdén y fascinación antropológica que reservamos para los fenómenos de feria, el surgimiento de una nueva especie política: el Homo ignoramus legislativus. Criatura que domina el arte de medrar en las estructuras partidistas desde una edad tan tierna que aún no ha tenido ocasión de abrir libro alguno que no contenga coloridas infografías sobre el noble arte de ganar elecciones. Especímenes que transitan sin tropiezos de las juventudes del partido a las concejalías, de ahí a las diputaciones y finalmente al parlamento, sin haber padecido jamás el vulgar trámite de ganarse el sustento en eso que el resto de los mortales denominamos, con cierta nostalgia, «el mundo real».
La sociedad contemporánea logra la proeza —digna del más refinado equilibrista— de invertir por completo la escala de valores intelectuales. Muy al contrario de lo que cabría esperar de una civilización que presume de avances tecnológicos, la ignorancia se consagra como virtud cívica de primer orden. No por admiración al desconocimiento per se, sino porque resulta infinitamente más cómodo pastorear rebaños que confunden el pensamiento crítico con la ardua tarea de elegir entre filtros de Instagram.
En España —aunque bien podríamos extender la observación a latitudes más amplias—, persiste la luminosa idea de mantener a varias generaciones en la más absoluta ignorancia respecto al funcionamiento de las instituciones que, teóricamente, les sirven. ¿Para qué enseñar en las escuelas los mecanismos de la democracia, los derechos fundamentales o el funcionamiento del Estado? ¿No resulta más conveniente que los ciudadanos imaginen que la política se reduce al noble ejercicio de vociferar en tertulias televisivas y agitarse en Twitter como pollos descabezados?
Sumado a esto, el igualitarismo epistemológico encuentra abrazo entusiasta, esa deliciosa doctrina que postula la democrática equivalencia de todas las opiniones. Cualquier tertuliano provisto de tres frases prefabricadas se siente legitimado para rebatir al experto que ha consagrado tres décadas de su existencia a desentrañar los misterios de su disciplina. El debate público se transmuta en un diálogo que habría hecho las delicias de Ionesco —maestro del absurdo teatral—: la coherencia argumentativa es ese invitado ilustre que nunca logra encontrar la dirección de la fiesta.
Simultáneamente, suntuosos altares se erigen al culto del narcisismo intelectual. Contemplamos, fascinados, a políticos que se miran en el espejo de sus propios discursos y encuentran reflejada la sabiduría universal, especímenes que pierden hasta el más rudimentario instinto de autocrítica. Criaturas que consideran cada una de sus ocurrencias como epifanías dignas de ser cinceladas en mármol, y que responden a cualquier interpelación no con argumentos, sino con la recitación mecánica de sus discursos prefabricados. La capacidad de escuchar se desvanece por completo: solo se oyen a sí mismos, como enamorados que susurran al espejo.
Así se perpetúa el político contemporáneo, que confunde la verborrea con la erudición, que encuentra su sustento en esa fauna parlamentaria dispuesta a aplaudir y reír las gracias circenses de sus líderes con el mismo automatismo gregario que exhiben los chimpancés cuando celebran las piruetas del macho alfa. La soberbia se convierte así en su principal credencial democrática.
Mas este narcisismo no es gratuito: responde a un cálculo tan refinado como perverso. Los dirigentes políticos comprenden este juego con una perspicacia que, aplicada a fines más nobles, habría hecho temblar de admiración a Maquiavelo. Descubren que el votante contemporáneo no desea soluciones complejas para problemas complejos —¡qué vulgaridad!—, sino simplezas reconfortantes envueltas en papel de regalo tricolor. Advierten, con olfato de sabuesos, que ahondar en la ignorancia del electorado constituye la mejor póliza de seguros para su supervivencia política. Un pueblo ignorante es un pueblo dócil; un pueblo educado representa ese dolor de cabeza que ningún político sensato desea padecer.
Sin embargo, quizá el problema no radique en la ignorancia misma sino en la soberbia con que esta se exhibe en tiempos presentes. Como observara Bertrand Russell —otro que no se mordía la lengua cuando la ocasión lo requería—: «El problema del mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas». En un universo donde la certeza ignorante cotiza al alza y la duda ilustrada se deprecia taxativamente, no podemos sino preguntarnos si la democracia no estará cavando, con alegría suicida, su propia sepultura.
Por favor, no confundamos el «solo sé que no sé nada» socrático con un elogio a la ignorancia: aquello fue una llamada a la autocrítica, un poner en duda cualquier certeza como primer paso para avanzar hacia el conocimiento. Todo lo contrario de lo que practican nuestros políticos, que convierten la celebración de la ignorancia en el summum de la estrategia electoral.
Al contemplar este espectáculo con la fascinación morbosa que despierta todo naufragio anunciado, solo nos resta recordar aquella observación de cierto filósofo alemán: la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa.
Lo verdaderamente terrible de este tiempo es que se pierde la capacidad de distinguir dónde termina una y dónde comienza la otra. Y al mismo ritmo que la ignorancia se institucionaliza, la democracia va quedando vaciada de contenido.