El editor: Anatomía de una defunción
Por El cínico ilustrado
Hace no tanto tiempo —ese sintagma ya suena a epitafio de la civilización—, los editores eran una especie de arqueólogos literarios cuya misión consistía en desenterrar joyas entre montañas de basura. Yo fui uno de esos arqueólogos. Durante años, como lector profesional de varias editoriales, mi escritorio se convertía cada mañana en un campo de batalla donde manuscritos anónimos luchaban por conquistar un informe favorable. Mi misión era clara: encontrar textos que merecieran ser defendidos con alegatos exaltados ante comités editoriales que aún conservaban, milagrosamente, un mínimo de criterio.
Esa profesión —hablo del editor— se ha transformado en una actividad de mercaderes de quincalla que compran sin leer y venden sin sonrojarse. La metamorfosis se ha completado.
El cierre de los departamentos de lectura representa algo más que una reestructuración empresarial: es la claudicación formal de la industria editorial ante el dios mercado. En lugar de lectores armados de pasión literaria, proliferan estudios de mercadotecnia. Los antiguos cazadores de talentos cedieron su lugar a cazadores de tendencias, que persiguen el éxito como hienas persiguen carroña.
Ninguna imagen refleja mejor esta degradación que el agente literario contemporáneo, criaturas que pululan por las ferias del libro con la elegancia de vendedores de aspiradoras, y que han convertido la literatura en una simple mercancía, en mero objeto de compraventa. Su pretendido olfato comercial —que ellos confunden con criterio literario— les permite detectar el próximo bestseller con la precisión de un jugador de ruleta. Lo que no detectan es literatura
Resulta amargo: Las mismas editoriales que antaño funcionaban como faros de la cultura se han convertido en fábricas de mediocridad. Alfaguara, que una vez editó a García Márquez, nos obsequia con memorias de influencers. Destino, heredera de una tradición editorial centenaria, publica novelas que parecen escritas por analfabetos funcionales incapaces de ligar dos subordinadas.
Las obras que antaño buscaban iluminar la mirada del lector, dotarle de una nueva perspectiva del mundo, ofrecerle una comprensión más profunda de la condición humana, han cedido su sitio, en las mesas de novedades, a arquetipos, a pretaportes que se desilachan y se deshacen en las manos sin haber alcanzado aún la lectura del segundo párrafo. ¿Se imagina alguien, hoy, alguna novedad comparable a El maestro y Margarita, Rojo y negro, Mañana en la batalla piensa en mí?
No.
Asistimos al triunfo absoluto de la lógica de la estupidez, que opera mediante un silogismo taimado de simplicidad cristalina: si el lector medio solo es capaz de digerir historias triviales, entonces los libros deben responder inexorablemente a ese patrón. De ahí se sigue un círculo vicioso de mediocridad donde al lector no se le educa sino que se le confirma en su indigencia intelectual, y al escritor no se le exige elevación, sino que se le penaliza si su obra resulta demasiado 'densa'—eufemismo editorial para designar cualquier texto que requiera más de dos neuronas funcionando simultáneamente.
Tal razonamiento tiene la elegancia diabólica de toda profecía autocumplida: al asumir que el público es incapaz de complejidad, la industria se dedica sistemáticamente a confirmar esa incapacidad. El resultado es una degradación progresiva donde cada nueva generación de lectores se forma con estándares inferiores a la anterior, creando una espiral descendente y perversa.
Los libros se diseñan como productos de consumo masivo: portadas que gritan, títulos que prometen revelaciones inmediatas, contenidos que se disuelven en la memoria antes de terminar la lectura. La literatura adoptó los mismos principios que rigen la industria del entretenimiento más idiotizante: obsolescencia y satisfacción instantánea.
Sin lectores profesionales, sin filtros competentes, todo manuscrito que, auspiciado por un agente, prometa ventas, encuentra su camino hacia la imprenta. Los editores han perdido la capacidad de distinguir entre literatura y literatura comercial. Más aún: han renunciado a la pretensión misma de que tal distinción tenga relevancia.
Sin embargo, no todo está perdido. Aún quedan editores de raza trabajando en sellos independientes, en editoriales pequeñas que publican por convicción. Éstos merecen nuestro reconocimiento y, sobre todo, nuestro apoyo. Busquémoslos, leamos sus catálogos, defendamos sus apuestas arriesgadas. Porque si la literatura ha de sobrevivir a esta época de mediocridad industrializada, será gracias a quienes aún creen que un libro puede hacer mejor a quien lo lee.
La batalla no estará perdida mientras existan lectores dispuestos a exigir algo más que simple basura encuadernada. El futuro de la literatura dependerá de la alianza entre editores valientes y lectores inteligentes. En ese encuentro renace la esperanza.