La excelencia como agravio: cuando el empeño se vuelve sospechoso

Una reflexión sobre la polémica generada por los centros educativos que exigen la excelencia académica a sus estudiantes y cómo esto se percibe como una afrenta a la igualdad.

La excelencia como agravio: cuando el empeño se vuelve sospechoso

La excelencia como agravio: cuando el empeno se vuelve sospechoso

Por El cinico ilustrado

Anoche, mientras cenábamos, mi hijo pequeño —primero de Bachillerato, esa edad en que todo parece posible y nada definitivo— me sorprendió con una declaración que habría hecho las delicias de cualquier pedagogo clásico: "Papá, he sacado un 9 en física, pero quiero presentarme a subir nota". Por un momento pensé que había criado a un pequeño masoquista académico, pero enseguida comprendí que mi hijo simplemente había interiorizado algo que, por lo visto, se ha convertido en motivo de escándalo nacional: la búsqueda de la excelencia por la excelencia misma.

Resulta que El País, fiel a su línea editorial crítica con ciertos modelos educativos, nos obsequia esta semana con una perla de su particular visión del mundo educativo. Criticar una práctica extendida entre los centros no públicos: mantener a sus alumnos en las aulas hasta que logren el 10 en Bachillerato antes de presentarse a la Selectividad. La reacción del diario de Prisa: "Es un agravio de cara a la Selectividad", sentencia con esa solemnidad que reserva para las grandes causas.

Tengo para mí que asistimos aquí a uno de esos ejercicios de contorsionismo ideológico que tanto caracterizan a cierta izquierda contemporánea, empeñada en convertir la búsqueda de la excelencia en una suerte de delito contra la igualdad. Como si el hecho de que unos estudiantes se esfuercen en alcanzar la perfección académica constituyera, per se, una afrenta a quienes se conforman con el aprobado raspado.

No tanto me sorprende la crítica en sí —ya estamos acostumbrados— cuanto la incapacidad sistemática para reconocer lo que esta práctica tiene de ejemplar. Más allá de las consideraciones ideológicas sobre la titularidad de los centros, ¿no deberíamos celebrar que las instituciones educativas se tomen en serio su misión formativa hasta el punto de no dar por bueno cualquier resultado mediocre?

Sin embargo, para el rotativo la cuestión no admite matices. La iniciativa es, sin más, un "agravio". No se detiene el diario a considerar que tal vez esos estudiantes lleguen a la universidad mejor preparados, con una base más sólida, con hábitos de estudio más consolidados. No se plantea si acaso esa exigencia autoimpuesta no podría resultar beneficiosa para el conjunto del sistema. No, nada de eso. Lo importante es denunciar la desigualdad que supone que unos centros se esfuercen más que otros.

Me pregunto qué pensarían de todo esto nuestros clásicos. Aristóteles, que veía en la virtud un hábito adquirido mediante la práctica constante, probablemente aplaudiría esa insistencia en no conformarse con lo mediocre. Para el Estagirita, la excelencia —esa areté que tanto nos cuesta traducir— no era un don innato sino el resultado del ejercicio repetido hasta la perfección. ¿No es exactamente eso lo que hacen estos centros al exigir que sus alumnos no se conformen con el primer resultado aceptable?

Séneca, por su parte, ese estoico que tanto sabía de la disciplina como camino hacia la sabiduría, habría visto en esta práctica una magnífica lección de ataraxia: la tranquilidad que viene de haber hecho las cosas bien, hasta el final, sin concesiones a la pereza o la autocomplacencia. "No hay viento favorable para quien no sabe hacia qué puerto se dirige", escribió. Estos colegios, al menos, parecen tener claro su rumbo.

En cualquier caso, lo verdaderamente revelador de esta polémica no es tanto la crítica en sí cuanto lo que revela sobre cierta mentalidad que ha colonizado amplios sectores del pensamiento educativo progresista. Una mentalidad que parece considerar que la igualdad de oportunidades se consigue no elevando el nivel de todos, sino impidiendo que algunos destaquen. Una lógica perversa que, llevada a sus últimas consecuencias, acabaría convirtiendo la mediocridad en virtud y la excelencia en vicio.

En fin, mientras mi hijo se prepara para repetir su examen de Física en busca de ese 10 que nadie le exige salvo él mismo, no puedo evitar pensar que tal vez la verdadera lección de esta controversia sea bien distinta: que cuando la búsqueda de la excelencia se convierte en motivo de escándalo, algo muy profundo se ha roto en nuestra concepción de lo que debe ser la educación. Pero claro, reconocer eso requeriría admitir que algunos lo están haciendo mejor que otros. Y eso, para algunos, parece ser el verdadero pecado imperdonable.