Cortesía infinita: El civismo como patología

Una reflexión filosófica sobre los extremos del civismo contemporáneo a través del absurdo burocrático y sus paradojas existenciales.

Cortesía infinita: El civismo como patología

Cortesía infinta: El civismo como patología

Por El cínico ilustrado

Hace unos días tuve que realizar una gestión administrativa —ese ritual de humillación ciudadana que nos recuerda periódicamente nuestro lugar en la cadena burocrática— cuando el siguiente cartel me dejó patitieso:

«Por favor, espere a ser atendido y no abra la puerta. Puede haber una persona dentro, y podría ser usted.»

Me quedé allí plantado, como digo, ante aquella revelación epifánica pegada con cinta adhesiva. A mi alrededor una docena de ciudadanos esperaban pacientemente su turno para ser procesados por la maquinaria administrativa. Ninguno parecía advertir que acababan de toparse con el Santo Grial de la corrección política llevada a sus últimas consecuencias lógicas.

Kafka me vino a la mente casi sin proponérmelo, pero le dejé pasar. Este anuncio, pensé, redactado por algún funcionario municipal —que habría estado especialmente atento en el último cursillo de sensibilización sobre convivencia ciudadana—, alcanza sin proponérselo unas alturas metafísicas que hasta el mismísimo Borges habría envidiado.

Porque, en el fondo, ¿qué otra cosa era este cartel sino la culminación de décadas de pedagogía del respeto mutuo? Si «tu libertad termina donde comienza la del otro», y si «no debes pretender para los demás lo que no quisieses para ti», entonces, efectivamente, por qué no considerar la posibilidad —por remota que parezca— de que ese «otro» al que podríamos molestar seamos nosotros mismos. La empatía había alcanzado límites de perfección esquizofrénica.

Estábamos ante algo más que el aviso rutinario del funcionario de turno: el non plus ultra de la consideración hacia el prójimo. Que el principio de identidad —esa piedra angular de la lógica occidental desde Aristóteles— quedase pulverizado con una elegancia involuntaria tal, que habría hecho sonreír al propio Wittgenstein, era lo de menos; lo importante era llevar lo correcto a sus últimas consecuencias.

La experiencia no era nueva para mí. Años atrás, en la puerta de entrada de un campo de fútbol de la Diputación, había contemplado una perla imperecedera: «Prohibido jugar a fútbol». ¿Para qué entonces aquel rectángulo verde con porterías en cada extremo? Sin embargo, aquella contradicción palidecía ante la complejidad ontológica del nuevo hallazgo. Mientras que la primera se quedaba en la ironía deportiva —cancha deportiva no deportiva—, esta segunda alcanzaba dimensiones metafísicas insospechadas.

La espera prometía ser larga, pero el breve texto constituía toda una invitación —ah, qué magnífica gimnasia mental los comentarios de texto, y qué lástima que vaya desapareciendo de las aulas—, de modo que me dediqué a rumiar las implicaciones filosóficas de tan singular descubrimiento. Los demás usuarios del servicio aceptaban la advertencia con esa docilidad resignada que caracteriza al ciudadano medio contemporáneo. Nadie parecía cuestionar la lógica del aviso; al contrario, algunos asentían con esa expresión de aprobación moral que reservamos para las causas justas. Sin duda pensaban: «Qué considerados son, incluso nos protegen de nosotros mismos.»

La física cuántica nos ha legado el sobadísimo gato de Schrödinger, ese felino eternamente suspendido entre la existencia y la aniquilación. Pero allí se nos presentaba una paradoja aún más perturbadora: no era la observación la que determinaría el estado del sujeto, sino la apertura de una puerta la que podría revelar que el observador y lo observado eran la misma cosa. El modesto cartel casi que te sumergía en la atmósfera de las películas de horror japonesas. Si en «El aro» el acto de mirar desencadena el horror, en nuestro caso el gesto de abrir una puerta —aparentemente inocuo— podría confrontarnos con nuestro Doppelgänger burocrático, ese doble siniestro que la tradición germánica asocia con el presagio de la muerte... administrativa.

Estas disquisiciones, debo reconocerlo, me ayudaron a sobrellevar la espera. Porque si algo tiene de bueno la burocracia es que proporciona tiempo de sobra para la contemplación metafísica; sin exagerar, uno podría escribir tratados completos en el tiempo que transcurre entre la extracción del número y el momento en que finalmente eres atendido. Yo permanecía inmóvil ante la puerta, presa de una parálisis existencial que mis compañeros de cola interpretaban probablemente como exceso de civismo. ¿Y si efectivamente había alguien dentro? ¿Y si ese alguien era yo? ¿Cómo reaccionaría ante mi propia intrusión? ¿Me disculparía conmigo mismo? ¿Entablaríamos una conversación cortés sobre el tiempo que estaba haciendo?

«Démosle una vuelta de tuerca más», como diría Miguel Morey, mi antiguo profesor: La burocracia posmoderna ha logrado, sin pretenderlo, lo que Heidegger persiguió en centenares de páginas de prosa tortuosa: colocarnos frente al abismo de nuestra propia existencia mediante un cartel administrativo.

Don de ubicuidad, ruptura de la continuidad espacio-temporal, disociación de la identidad personal, respeto incondicional al otro incluso cuando ese otro pueda ser uno mismo... todo ello condensado en dos frases sin subordinadas. Una síntesis magistral de la condición humana contemporánea: somos tan respetuosos que ya no sabemos quiénes somos, tan considerados que tememos molestarnos a nosotros mismos.

La única respuesta sensata ante tal abismo metafísico fue la que me di en aquel momento echando mano de mi admirado Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, es mejor guardar silencio.» Particularmente si ese silencio implica no abrir determinadas puertas tras las cuales podríamos encontrarnos a nosotros mismos, esperando pacientemente nuestro turno en una versión burocrática del eterno retorno nietzscheano.

Al final opté por llamar a la puerta. Una voz respondió desde dentro: «Adelante.» ¡Era mi propia voz! Pero esa, según diría Kipling, es otra historia.