Buscarse a sí mismo
Por El cínico ilustrado
Decidí buscarme a mí mismo. Pero no como lo haría un ricacho con tiempo y dinero suficientes como para "perderse" en un retiro espiritual -o, en su defecto, un mochilero flipado y pasado de cannabis- en, pongamos por caso, la India. No. Decidí buscarme a mí mismo literalmente. Con una máquina del tiempo.
Todo eso de la psicología y la introspección esta muy bien; pero yo elegí la retroinspección -valga el vocablo- física. ¿Por qué conformarme con una terapia verbosa, o auto-terapia, si una simple máquina del tiempo podía permitirme una confrontación real y directa con mi yo adolescente, que ahí es donde creo que la cosa empezó a torcerse? Dicho de otro modo: ¿dónde exactamente cometí el error garrafal que me condujo a esta existencia anodina?; ése era el objetivo de mi búsqueda, y qué mejor método que enfrentarme directamente a aquél imberbe tocado de acné, que fui.
El viaje fue plácido y rápido. La máquina —un artefacto relativamente sencillo de manejar que construí siguiendo un tutorial de Youtube— emitió un zumbido casi imperceptible y, tras un destello un poco deshalentador, me encontré en 1986. Mi adolescencia: esa época en que uno tiene todo el tiempo por delante pero en la que, por diseño, eres un bobo consumado programado para perderlo.
Aparecí en el mismo punto donde inicié el vieja, en un parking céntrido cercano a plaza Cataluña. Emergí a la superficie y reconocí perfectamente el entorno: ahí estaba el antiguo Zurich, ni rastro del Fenac, esa librería que convirtió el libro en un articulo de consumo y no de culto, ni rastro tampoco de esa estatua o monumento horrible... en fín, en cualquier caso, y resumiendo, el mayor impacto visual, los coches y sobre todo los autobuses, que ciertamente parecían, y eran, de otro siglo. Las personas, las mismas, algo anticuadas quizá en la forma de vestir, pero en esencia, las mismas.
Pero lo que me llamó la atención fue sentir hambre. Un hambre voraz. Máxime, cuando hacía escasos quince minutos que había desayunado generosamente. Ésa fue mi primera y gran preocupación. Podría pensarse que una persona culta como yo, todo un licenciado en filosofía, con un doctorado en lógica matemática (aquí la nota pedante y comercial: "The Axiomatic Transcendence of Non-Numerable Infinity: A Reformulation of Gödel's Incompleteness Theorem through Self-referential Systems of Modal Logic", disponible en Amazon), con profundos conocimientos de física teórica, y gran conocedor de la historia de la literatura, voraz lector de la poesía mas elevada, no tuviese ni un solo pensamiento, ni filosófico, ni poético, ni de ningún otro tipo. Nada de nada. Semejante hazaña, ese vacío intelectual tan impropio en mí, me sumió en una gran perplejidad. Indudablemente, ahí estaba yo, en 1986 --ciertamente lo estaba--, sin otro pensamiento en mi cabeza que sentir hambre, si es que a eso se le puede llamar pensar.
Había doblegado las leyes fundamentales del universo sólo para encontrarme con un hambre primordial. Aquel hambre que San Juan de la Cruz llamó "apetito de Dios" y Pessoa "desasosiego"; aquello que Kafka definió como lo único que no puede ser aplazado.
Efectivamente, lo extraordinario del viaje temporal había quedado eclipsado por lo ordinario de mi condición humana. Había desafiado a Einstein y a Hawking, había burlado la paradoja del abuelo, la paradoja de Bradbury, y la bifurcación de Everett; había cruzado el umbral que separa los mundos posibles de los actuales, y todo para descubrir que, más allá del tiempo, seguía siendo un hombre con necesidades y apetitos, sobre todo con apetito.
Mi conquista del espacio-tiempo no me había elevado sobre mi propia naturaleza; más bien me estaba mostrando su ineludible permanencia. Mi hambre, vulgar y primitiva, ¿estaba siendo una interrupción de mi viaje trascendental o era su culminación perfecta, la constatación definitiva de que el secreto de la condición humana radica en un bocadillo?
Pero no me puse a pensar esas cosas, que las pienso ahora, con el ritmo sosegado con el que escribo, sino que eché mano de mi cartera y me encontré con euros, una moneda que aún no existía, y unas cuantas tarjetas con chip EMV, una tecnología que no empezaría a desarrollarse hasta principios de los noventa y que no se implementaría hasta ya bien entrado el Siglo.
Decidí proseguir con mi misión y dirigirme al instituto donde estudiaba. Me aposté en la salida, apoyado en un Seat 1430 super tuneado. ¿Me reconocería? Dudé que mi yo de 1986 lo hiciera, pero ¿reconocería yo a mi yo de 1986, y me gustaría lo que vería en mí? Byron nunca imaginó que el verdadero Manfredo se encontraría físicamente con su pasado en la puerta de un instituto público.
Ahí estaba yo, con mis dieciséis años y mi flequillo imposible, mi parca con parches de The Jam, The Style Council, Secret Affair... y el escudo circular con la diana mod. Me mí avanzando hacia mi con una curiosa mezcla de inseguridad y arrogancia y recordé entonces, diáfanamente, la genuina preocupación que sentía por si mis Loake Oxford mantenían el brillo perfecto, por si mi corbata delgada estaba o no correctamente anudada, y, sobre todo, por si el mundo que me rodeaba podía o no notar el esfuerzo que invertía en parecer despreocupado. En un bolsillo, un pin de Quadrophenia y, en otro, otro de Madness. En el walkman probablemente iría sonando "Going Underground".
Me incorporé y avancé hacia mi.
—Hola, soy tú; tu yo del futuro.
Yo me miré a mi mismo con una mezcla de desconfianza y curiosidad. Entrecerré los ojos.
—¿Estás loco o eres sólo un pervertido?
Y entonces comenzó la parte verdaderamente complicada del viaje en el tiempo.
Convencerme a mí mismo de que yo era yo.
Por supuesto, no lo conseguí.
Mi yo adolescente me miró con impaciencia mientras enumeraba detalles que solo él podía conocer: el poster de The Clash sobre la cabecera de la cama, el diario cifrado, el primer beso con María tras el concierto de Radio Futura en el Pueblo Español...
—Mira, tío —dijo finalmente—, no sé quién eres ni cómo sabes esas cosas, pírate.
No era rechazo, sólo la imposibilidad lógica de aceptar algo que contradecía el sentido más básico de la realidad.
—La física cuántica permite...
—No me vengas con películas —me interrumpió—. Viajar al pasado es lógicamante imposible. Lee a Hawking. --ya entonces me gustaba, a la mínima oportunidad, dar muestras de mi incipiente vasta cultura. Sentí cierto fastidio ante aquel adolescente petulante.
Pero su certeza juvenil me desarmó. Me encontré frente al fracaso definitivo: El Santo Grial de la autenticidad y el autoconocimiento resultaba ser una quimera, incluso con toda la tecnología del mundo a mi disposición.
—Escucha —intenté una última vez—, en el futuro habrá avances que...
—Déjame en paz o llamo a la policía.
Comprendí en el preciso instante, con súbita claridad existencial, que "encontrarse a uno mismo" era el más absurdo de los propósitos. La identidad no es una sustancia que pueda encontrarse, sino un proceso en perpetuo devenir. No somos, sino que estamos siendo. Y ese flujo constante hace imposible cualquier reencuentro con...
Había viajado al pasado no para encontrar respuestas, sino para confirmar la futilidad de las preguntas. La autenticidad, el Yo genuino, ese fetiche de psicólogos y libros de autoayuda, es tan imposible, tan absurdo, tan ilógico como un circulo cuadrado.
Retrocedí dos paso, me giré y regresé a plaza Cataluña, hambriento y filosóficamente derrotado.
Mientras programaba el regreso al presente, comprendí que la broma tenía su gracia: había conquistado el tiempo solo para descubrir que uno no puede encontrarse a sí mismo porque el "sí mismo" es una ilusión gramatical, no una realidad ontológica.
El viaje de regreso fue, si cabe, más plácido que el de ida. Y ya en el presente me vino a la mente el inconmensurable Heráclito, recordándome que "nadie se baña dos veces en el mismo río".