La perfecta metamorfosis del versificador contemporáneo: de poeta a administrador

Una reflexión mordaz sobre la burocratización de la poesía contemporánea y la transformación del poeta inspirado en un gestor cultural obsesionado con porcentajes y balances.

La perfecta metamorfosis del versificador contemporáneo: de poeta a administrador

La perfecta metamorfosis del versificador contemporáneo: de poeta a administrador

Por El cínico ilustrado

Hace unos días tuve la dudosa fortuna de asistir a la presentación del último poemario de un autor supuestamente renombrado. El local, convenientemente sombrío, rebosaba de admiradores que asentían con gravedad a cada pausa dramática del maestro.

La cuestión es que, finalizado el ritual de aplausos, me acerqué al visionario con la ingenua intención de indagar sobre su proceso creativo, no porque tuviera especial interés después de haberle estado escuchando —sufriendo sería la palabra— cerca de una hora, sino porque me había comprometido con un amigo mío —editor de una revista literaria que aquí no voy a nombrar por no darle publicidad—, a escribir una reseña sobre el evento. Me acerqué al vate, decía, temiendo alguna larga y pomposa reflexión sobre las tensiones entre forma y contenido, o tal vez una confesión sobre sus demonios personales. Pero...

El poeta, ajustándose las gafas con estudiada lentitud, me obsequió en cambio con un desglose porcentual digno de una junta de accionistas:

"Mi relación con la poesía a día de hoy: Aprendizaje y estudio 40%. Lectura otros poetas 10%. Organizar eventos para que otros poetas puedan leer su poesía 30%. Escritura 5%. Corrección 10%. Recitales de obra propia 3%. Otros 2%."

Quedé momentáneamente sin palabras ante tan meticulosa contabilidad del alma. No tanto por la precisión aritmética, cuanto por lo que revelaba sobre el estado terminal de la lírica; "Malos tiempos", como dijera Germán Coppini.

Imaginemos por un momento qué habría pensado Byron al escuchar semejante balance. Byron, que escribía hasta el amanecer entre duelos, escándalos y revoluciones, concibió El Corsario en cuatro días de fiebre creativa: Para él la poesía no era una gestión empresarial sino una hemorragia del espíritu. "¿Cinco por ciento de escritura?", habría rugido mientras se ajustaba la camisa ensangrentada. "¡Yo dedico más tiempo a elegir el vino que bebo para inspirarme!"

O consideremos a Pessoa, ese genio de la multiplicidad que pobló Lisboa de heterónimos como un dios menor habría sembrado almas. Fernando, Álvaro, Ricardo y Alberto habrían contemplado con horror existencial esta reducción de la poesía a una hoja de cálculo. "¿Organizar eventos para otros poetas" —habría murmurado Bernardo Soares en su Libro del desasosiego—, "cuando ni siquiera logro organizarme a mí mismo?"

¿Y qué decir de Rimbaud? Ese adolescente feroz que revolucionó la poesía europea antes de cumplir los veinte y luego la abandonó como quien deja un juguete roto. Un cinco por ciento de escritura le habría parecido una obscenidad. Él, que escribió Una temporada en el infierno como quien se arranca las tripas y las arroja al mundo, habría considerado este porcentaje no como una confesión sino como una declaración de bancarrota espiritual.

Incluso Mallarmé, el más cerebral y arquitectónico de los simbolistas, habría alzado una ceja ante tal frialdad estadística. Sí, él pasaba años puliendo un solo verso, pero no por una planificación gerencial sino por una obsesión mística con la perfección. Sus martes literarios eran catedrales del espíritu, no networking de la industria cultural.

Tu balance poético, pensé mientras observaba al vate, revela la perfecta metamorfosis del poeta contemporáneo: de hombre inspirado a administrador, de visionario a gestor cultural. Has alcanzado ese equilibrio magistral donde la poesía es todo menos poesía, donde el poeta es todo menos poeta.

Este fenómeno ilustra algo más siniestro: la completa burocratización del arte. Nuestro poeta-contable representa el triunfo definitivo de la cultura de la gestión sobre la cultura del genio. En su distribución porcentual se lee toda una época que ha convertido la inspiración en un departamento de recursos humanos del alma.

Existe una lógica perversa en esta nueva economía poética. Si apenas dedicas un 5% a escribir, necesitas compensar con un 40% de "aprendizaje" —aprendizaje de qué— para justificar la escasez, y un 30% organizando eventos para crear la ilusión de una vida literaria activa. La poesía se ha convertido en un simulacro donde el packaging importa más que el producto.

Lo que presencié no fue la presentación de un libro sino un certificado de defunción. Porque cuando la poesía se convierte en una cuestión de porcentajes, cuando puede explicarse con la claridad de un balance trimestral, es que ya no es poesía sino su fantasma burocratizado.

Como diría Diógenes: "Algunos aprenden a tocar la lira; otros a no tocarla con exquisita precisión administrativa."

Abandoné el evento con la certeza de que había presenciado algo histórico: el momento exacto en que la administración devoró definitivamente a la inspiración. Vaya, me dije, en ningún otro lugar he visto tan claramente ilustrada la muerte de la poesía como en la presentación de este libro. Ni siquiera en los rincones más banales de internet —qué sé yo, ¿Facebook?— donde al menos la mediocridad no se disfraza de rigor metodológico.

Los grandes poetas del pasado no habrían reconocido en este contador de versos a uno de los suyos. Ellos, que vivían la poesía como una posesión divina, como un incendio sagrado, como una maldición hermosa, habrían contemplado con horror esta reducción del arte a una planilla de Excel.